En primer lugar, aunque esta disciplina nació con un gusto obsesivo por identificar, clasificar y catalogar pueblos salvajes y exóticos con intereses diversos- entre ellos, algunos bastante incómodos cuando se mira hacia atrás, como justificar desarrollos capitalistas occidentales, progresos lineales y colonizaciones por encima de todo-, la verdad es que esta ciencia de la cultura ha tenido durante su historia la capacidad de representarse y hacer autocrítica sobre cómo producir conocimiento sobre los grupos humanos que estudia en un ejercicio de validez no solo científica, sino, vamos a decir, humana. La antropología nos ha aportado una mirada y unos útiles para tratar de conocer y entender el mundo que no deberíamos descartar antes de conocerlos en profundidad.
Herramientas que sirven, por ejemplo, para conocer la concentración de la riqueza actualmente en el mundo y cómo afecta a las diferentes sociedades. El Banco Mundial publicó un informa a principios de 2018 en el que se concluía que, en el período 1995-2014, “la riqueza mundial creció aproximadamente un 66% (de USD 690 billones a USD 1143 billones en dólares estadounidenses constantes de 2014 a precios de mercado). Pero la desigualdad fue considerable, dado que en los países de ingreso alto de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) la riqueza per cápita fue cincuenta y dos veces mayor que la de los países de ingreso bajo”.
A estos datos no estaría mal añadir otros también reveladores como los que presentaba la organización no gubernamental Oxfam coincidiendo con el inicio del Foro Económico Mundial de Davos, una reunión de los más ricos entre los ricos y de los líderes mundiales, donde se mostraba la situación de la desigualdad económica en el mundo. La información aportada señala que la riqueza está cada vez más concentrada en menos manos. Mientras, en el 2017, Oxfam visibilizaba que unas cuarenta y tres personas poseían la misma riqueza que 3800 millones de personas, en el 2018, el número de miembros de este selecto grupo parece haberse reducido a tan solo veintiséis personas. Aunque estos datos han sido bastante criticados por la dificultad de calcular esta riqueza, el que esta concentración esté en manos de veintiséis, cuarenta y tres o incluso cien personas sigue siendo igual de alarmante. En el mismo período 2017-2018, los datos indican que la riqueza de los milmillonarios en el mundo se incrementó a un ritmo de 2500 millones de dólares diarios hasta sumar 9000 000 millones de dólares, mientras que 3800 millones de personas de entre los más pobres de la población mundial perdieron el 11% de su riqueza.
Es decir, más de lo mismo: los países ricos son más ricos, y los pobres, más pobres; y las personas más ricas dentro de los países ricos son más ricas, y los pobres son más pobres en todas partes, a pesar de los empeños de los Objetivos del Milenio, que deben ir ya por su versión 30.0 dado el ajuste continuo que deben hacer para intentar cumplir las metas de reducción de pobreza y desigualdad, entre otros objetivos. Y es que la riqueza ya no corresponde con la producción real, sino que vivimos una inflación en los recursos de los que dependemos y que no parecen ser suficientes para cubrir las expectativas de la clase más rica. Estamos en un momento en el que, como señala Oxfam en su informe ¿Bienestar público o beneficio privado? (2019): “Nuestros actuales Gobiernos se enfrentan a un dilema decisivo: trabajar para que todas las ciudadanas y ciudadanos tengamos una vida digna, o mantener la extrema riqueza de unos pocos”.
En este punto, la crítica apunta a nuestro inmovilismo en relación con todos los datos económicos, medioambientales y sociales que tenemos y con nuestra facilidad para asentir con la cabeza con tristeza, dar un lik en las redes sociales o, simplemente, según calentitos en nuestro nicho de confort (nicho entendido como nuestro trocito de entorno que nos proporciona todo lo que necesitamos para nuestra supervivencia), porque tenemos en la cabeza la idea de que no podemos hacer nada. Y esa construcción que, como toda construcción, se puede deconstruir, es la amenaza más grande que tenemos contra un futuro digno para todas y todos.
¿Para qué sirve la antropología? Para esto. Para no dejar de hacer y hacerse a uno mismo preguntas incómodas. Para conocer, reconocer y valorar culturas con otras formas de habitar los territorios. Para conocer o reconocer las nuestras, Para intercambiar conocimientos y para, juntos, investigar, profundizar y entender dónde se sitúan las problemáticas, desentrañarlas, desmitificarlas y aportar herramientas para construir una verdadera humanidad de pueblos diversos.
( Rocío Pérez Gañan. La antropología en 100 preguntas.Ediciones Nowtilus. Madrid. 2019)